La crisis de legitimidad de la universidad
Durante décadas, el valor de la universidad no se cuestionaba. Obtener un título era sinónimo de aprendizaje, movilidad social y mejores oportunidades. Hoy, esa ecuación ya no es tan clara. Cada vez más estudios, estudiantes y empleadores coinciden en una percepción incómoda: los estudiantes parecen estar aprendiendo menos, mientras las calificaciones siguen subiendo. No es solo una sensación. Es una señal de una crisis más profunda.
Investigaciones citadas por The Chronicle of Higher Education y trabajos clásicos como Academically Adrift de Richard Arum y Josipa Roksa muestran que muchos estudiantes presentan avances limitados en pensamiento crítico, escritura y razonamiento analítico a lo largo de su carrera universitaria. Al mismo tiempo, diversos análisis documentan un fenómeno persistente de grade inflation: más A’s, menos exigencia real.
Este desfase ha erosionado el contrato implícito entre la universidad y la sociedad. Ese contrato decía algo así: invierte tiempo y dinero aquí, y a cambio obtendrás conocimiento, criterio y mejores oportunidades. Hoy, ese intercambio ya no se percibe como automático. Padres, estudiantes y empleadores se preguntan si el retorno justifica el costo.
Y el costo importa. Según datos de la OECD, el precio de la educación superior ha crecido mucho más rápido que los ingresos promedio en varios países, mientras que los salarios de muchos egresados se han estancado. El título dejó de ser una garantía y pasó a ser una apuesta. Una apuesta cara.
En paralelo, el ecosistema cambió. La universidad ya no compite solo contra otras universidades. Compite contra bootcamps, programas cortos, certificaciones online, aprendizaje autodidacta y experiencia laboral directa. Alternativas más ágiles, más baratas y, en muchos casos, más alineadas con habilidades concretas que el mercado sí valora.
Esto no significa que el conocimiento profundo no importe. Importa más que nunca. Lo que está en duda es si la universidad tradicional es la mejor forma de producirlo y certificarlo. Cuando un sistema protege su forma —semestres, créditos, exámenes, grados— pero descuida su función —aprender, pensar, aplicar—, la legitimidad se desgasta.
El prestigio heredado ha funcionado durante siglos como un escudo. Pero hoy ya no alcanza. Las nuevas generaciones comparan, cuestionan y calculan. No asumen que “más caro” significa “mejor”. No aceptan que sentarse cuatro años en un aula sea la única vía válida para aprender. Y, sobre todo, no confunden título con competencia.
La crisis de legitimidad no implica que la universidad esté condenada. Implica algo más incómodo: necesita probar su valor de nuevo. No con rankings, edificios o discursos, sino con aprendizaje real, relevante y visible. En un mundo donde el conocimiento es abundante, el verdadero diferenciador ya no es el acceso, sino el criterio. Y ese es el terreno donde la universidad tendrá que volver a ganarse su lugar.